Un café en el bar del barrio
Un café en el bar del barrio

Un café en el bar del barrio

En medio del mundo frío, siempre habrá un rincón que agradecer

Después de aparcar, aún faltaban veinte minutos para la reunión. Tiempo suficiente para localizar un bar y tomar un reconfortante café. A las siete de una madrugada de enero, incluso en Valencia, el frío muerde, tanto que encontrar ese bar era mi prioridad.

Mientras caminaba por aquellas calles aún desiertas, me sorprendió la extraña luz que me envolvía. Esa que solo aparece en el breve momento en que la noche empieza a resquebrajarse ante el despuntar del alba.

No solo se rompía la noche, también su profundo silencio cuando las primeras persianas del Mercado de Jesús, con un quejido perezoso, empezaban a levantarse.

Entonces, las calles se fueron poblando de vida con el trasiego de los vendedores y el andar somnoliento de los primeros trabajadores que, otro día más, salían al mundo con sus mismos anhelos y miedos a la espalda.

La secuencia me resultaba tan sugerente como extraña, pero no tanto como para mitigar el frío de aquella madrugada, así que volví a la tarea, más mundana pero necesaria, de buscar un bar.

El bar es un lugar increíble. No solo aplaca tu sed sino que se convierte en un estimulante hormigueo de sensaciones. Aunque aquellos bares que veía no me resultaban en absoluto tan sugerentes. Muy a mi pesar, debo decir, pues no podía dejar de pensar en una bebida bien caliente. Y así fue como, al segundo intento, crucé la deslucida puerta de aquel bar cuyo nombre no recuerdo.

Sí recuerdo, en cambio, la turbación que experimenté al entrar. El ambiente era frío. El blanco anodino de sus paredes y la luz glaciar de las bombillas resultaba de todo menos acogedor. Dentro solo había un cliente, una solitaria anciana de mirada perdida que apuraba su taza.

En realidad, la anciana se encorvaba sobre la mesa mientras removía la cuchara en una taza ya vacía, como queriendo demorar el momento de volver a casa. Presentí que para ella aquel lugar debía ser un pequeño oasis donde liberarse, ni que fuese un instante, de las sombras que apagaban sus ojos.

Sentí una incómoda sensación, pero ya estaba allí y, a estas alturas, estaba dispuesto a todo por entrar en calor. Así que, con paso firme y más firmes dudas, me dirigí a la barra.

De una estrecha puerta del fondo apareció un hombre de mediana edad, tez oscura y nariz gruesa. Sus ojos eran grandes, negros, y todo hacía presagiar que hasta el café sería frío en aquel sitio. Definitivamente, estaba fuera de mi mundo.

Pero ya sabemos que el bar, más que un lugar, es una pequeña galaxia tras una puerta. Y como toda cosa del cosmos, puede sorprenderte, más cuanto más capaz seas de abrir el diafragma de tu mirada.

Aquella figura, que con inesperada delicadeza me preguntaba qué quería tomar, surgió en aquel espacio frío provocando el mismo efecto que un cometa al cruzar el negro insondable del cosmos.  La expresión de su cara resultaba amable, cercana. Por fin, algo cálido en aquella gélida mañana.

Repentinamente, todo cambió. El café hizo el efecto deseado y, lo que definitivamente zarandeó mi percepción, fue aquella anciana.  Esa figura, que antes me había parecido triste y hasta deprimente, se puso a hablar con el propietario mientras este le retiraba la taza. Una conversación intrascendente pero, aun así, suficiente para devolver el brillo a aquella mirada.

La mujer le contaba cómo había pasado de estar sola a tener que acoger a su hija, recién divorciada y con un hijo a su cargo. Y de tantos números que tenía que hacer pues, ya se sabe, su pensión a penas daba para ella. Y que quién le iba a decir a ella, después de tanto pasado, que ahora, a sus ochenta años, iba a vivir aquello.

La conversación siguió por unos instantes. Seguramente, ambos, en esas inhóspitas mañanas de invierno, se habían contado más de una confidencia, tal era la forma en que se hablaban y se miraban. Y yo no podía dejar de admirar aquella complicidad. Pero, sobre todo, no podía dejar de sorprenderme la fortaleza que desprendía la mujer, la misma cuya triste presencia me había incomodado unos momentos antes.

Con todas las penas que arrastraría, desprendía esa fuerza que solo surge de la sencillez, la que da la vida cuando estás dispuesto a aceptar, y  a no renunciar a vivir lo hermoso de cada día, ni al agradable calor de cada amanecer por muy dura que sean tus noches.

Poco a poco, el lugar se fue animando. Entró otro cliente, un hombre de escasa estatura que, como yo, buscaba el vivificante aroma de un café. Se lo tomó de pie, en la barra, mientras le contaba a Karim, que así se debía llamar el dueño, que al día siguiente empezaba a trabajar en la obra, que era mucho mejor que ir a coger naranja.

Yasí, aquel desangelado bar se había convertido en un íntimo universo de seres que viven, sobreviven, se reconfortan y salen, un día más, a dar sentido a sus vidas, el mejor que pueden a pesar de no tenerlo fácil.

Para entonces, yo estaba saliendo a la calle, y sonreía, porque aquella experiencia fue como un espejo para mí. No estaba tan lejos de aquellos personajes anónimos. Incluso, me reconocí en ellos al recordar cuando abandoné la seguridad que da la costumbre del mismo trabajo, el mismo camino y la misma ciudad, para empezar a trabajar en otro lugar, con todo lo que ello supone de ilusión y de incertidumbre. Me pareció curiosa aquella coincidencia entre unos desconocidos habitantes de mundos distintos, mismo bar, mismo café, mismo deseo de cambio y vivir.

Ahora, cuando escribo esto, transcurridos ya algunos días desde aquel encuentro, estoy convencido de que nada cambió. Todo estaba allí, tal como era. La anciana, y el dueño, eran lo que eran, lo que eran antes de mi llegada y lo que seguirían siendo después de mi partida.

Porque, pienso, somos como la luna, brillantes cuando nos alumbra el sol y oscuros cuando el astro nos da la espalda, sin que por eso la luna deje nunca de ser ese bello satélite que es. Nada cambió, excepto yo, gracias a aquella anciana.

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