En primera persona ante el cambio climático
→Os dejo enlace a la publicación en el periódico digital Riberaexpress, en valenciano.
→Y aquí, la versión en castellano y extendida:
Un viaje a África puede despertar emociones encontradas. Para los de mi generación, boomers según la terminología actual, África evocaba en nuestra adolescencia exotismo, paisajes inmensos y desafiantes. Después, cuando nos hicimos mayores, África también fue sinónimo de guerras y desastres humanitarios. Con este bagaje emocional emprendí hace poco un viaje a Senegal para participar en un proyecto de adaptación al cambio climático.
El contraste resultó tan duro como enriquecedor. Allí experimentas las contradicciones en primera persona. Por ejemplo, que Senegal emite 0,68 toneladas de CO2 por habitante al año, mientras que en España llegamos a las 5 toneladas y, sin embargo, son ellos los principales perjudicados del cambio climático en forma de sequías persistentes que obligan a la población a una migración dramática, en términos económicos y humanos. Eso sí, aunque el vuelo es relativamente corto, los tres mil y pico kilómetros que nos separan son suficientes para mirar de soslayo el problema y protestar airadamente cuando los refugiados climáticos llegan a nuestras fronteras.
El cambio climático causado por las economías más desarrolladas y verdes de la historia descarga sus más duros mazazos allí, donde ya parten de una situación claramente desfavorable, situados en el puesto 170 de los 191 que contempla el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, y donde intentan, sin demasiado éxito aún, escapar del neocolonialismo del siglo XXI. Vean, si no, la historia del franco CFA, la moneda de Senegal y otros países del África central y occidental.
Hablar de cambio climático en Senegal, y en muchos países subdesarrollados, es hablar de adaptación. No les queda otra. Mientras nosotros discutimos sobre cómo reducir nuestras emisiones, y participamos en pretenciosas cumbres donde las promesas de cambios se diluyen como un azucarillo en agua sin el más mínimo sonrojo, los efectos del calentamiento global se dejan sentir ya por todas partes. No solo eso, sino que se está convirtiendo en una pesada hipoteca para las generaciones futuras, de aquí y de allí.
Lo que nos diferencia, pues, es la manera en que se manifiestan esos efectos. En los países desarrollados, nuestra mayor capacidad económica atenúa los impactos. Disponemos de una red de salud pública y de servicios sociales capaces de dar asistencia y refugio a afectados climáticos. Aun así, la Organización Mundial de la Salud advierte que las últimas olas de calor de 2022 dejaron más de 1.700 muertes en la península Ibérica. También poseemos una extensa infraestructura de emergencias y de obra civil que reduce los impactos de inundaciones y sequías.
Paradójicamente, estos privilegios, a veces poco valorados por el mero hecho de darlos por sentado, pueden estar jugando en contra. Porque, aunque aparentemente la concienciación ciudadana sobre el cambio climático y la degradación ambiental aumenta, no lo hacen tanto los cambios en los modos de producción y de consumo, que son los responsables últimos del cambio climático. De este modo, la experiencia atenuada de los impactos que vivimos puede estar dificultando nuestra toma de conciencia e implicación, como individuos y ciudadanos, en las acciones del cambio.
Las reuniones con los grupos locales de Senegal supusieron, en este sentido, un valioso aprendizaje. Allí pude asistir a procesos de participación inesperadamente dinámicos. Ellos no tienen escudo protector ante el embate climático. Créanme, aquí, con más recursos, no siempre movilizamos tanta población.
Los días allí, ya se pueden imaginar, son intensos, con multitud de información y sensaciones asaltándote a cada momento. La vuelta es el momento de reflexionar, y a medida que pasan los días, la sensación de esperanza se desvanece. Muchos intereses contrapuestos, muchas realidades superpuestas y mucha lentitud en la adopción de medidas globales para revertir el cambio climático, ni tan siquiera para atenuar sus impactos.
Mientras el debate, aquí, se siga centrando en solo una parte de la problemática, los avances serán insuficientes y sus esperanzas cada vez menores. Porque no podemos contentarnos con la neutralidad climática cuando resulta que deslocalizamos nuestras emisiones a otros países a través del comercio internacional, sin modificar sustancialmente nuestros sistemas económicos basados en la producción y consumo incesantes de recursos y energía finitos.
Tampoco podemos darnos por satisfechos con la constante apelación a los ciudadanos, pues no son ellos, como individuos, quienes legislan ni deciden los presupuestos públicos. La concienciación, quizá, tendrá que ir más dirigida al análisis crítico del sistema actual y no tanto a cambios más o menos formales.
Mientras todo eso llega, bien haríamos en preocuparnos más por la adaptación. Porque, si como hemos dicho, en África los efectos son claramente perceptibles, aquí es cuestión de tiempo que empecemos a sufrirlos en mayor medida. No olvidemos que tenemos el mar aquí al lado, temporales como Gloria y un conocido, pero cada vez mayor, riesgo de sequía, y un sector agrícola que ya acusa estos problemas.
Así que, mientras continuamos esperando un avance significativo en la reducción de las emisiones de CO2, necesitamos acometer ya acciones de adaptación al cambio climático y, como en Senegal, lo deberíamos hacer, también, en primera persona.